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"¿Juguemos?... Todo a su tiempo"

  • Foto del escritor: Francisco Javier Ovalle Reinoso
    Francisco Javier Ovalle Reinoso
  • 13 dic 2021
  • 12 Min. de lectura

El pequeño Agustín estaba sentado en la puerta de la vieja casa de los abuelos con la mirada perdida en las montañas que a lo lejos se alzaban con sus blancas cumbres cubiertas por la nieve.

En el valle no había rastros ya del invierno, excepto los ciruelos, jacarandás y los almendros en flor que teñían de blanco, celeste y rosado el paisaje de la verde alameda anunciando la llegada de la primavera.


Sus noches desde hacía un tiempo se estaban tornando indormibles. Sentía que lo miraban constantemente, que bajo la cama había manos como las de los zombies y que en cualquier momento subirían a atraparlo; veía sombras que lo perseguían y a pesar de tener sólo 10 años, ya presentaba un cruel insomnio que no lo dejaba dormir.


A pesar de ese trastorno del sueño, Agustín era un niño normal, excepto claro, porque siempre andaba con el rostro cansado por la falta de descanso y aunque era evidente con esos ojos somnolientos, el pequeño se las arreglaba para no contar a nadie lo que sufría. El temor al ridículo quizás era más fuerte que el miedo a esos fenómenos sobrenaturales, que a su corta edad, aun obviamente no entendía.


****************


La primavera llegó y pasó tan rápido que Agustín no se dio cuenta como las ansiadas vacaciones de verano eran una realidad. Pero estas vacaciones serían diferentes. Sus primos le habían prometido que lo llevarían, por primera vez, al campo del tío Javier.

Nadie hablaba delante de los niños de cómo el tío Javier se había hecho de una cierta fortuna que le permitió comprar ese terreno en un alejado sector precordillerano. Algunos decían que había encontrado una mina de oro, que había recibido una herencia sin contarle a nadie y que por eso, por el remordimiento, le prestaba la casa a toda la familia; hasta decían que había hecho un pacto con El Diablo.

Todas esas conjeturas se alimentaban además porque la única que hablaba con el tío Javier era la tía Maruja porque eran hermanos y lo hacían solo cuando le pedían las llaves de esa casa entre las montañas, esas mismas montañas que el pequeño Agustín amaba y que miraba embobado sentado en la puerta de su casa en la ciudad.


Así llegó el día esperado, el martes 6 de enero de 1981. Había estado toda la noche despierto, ansioso por el viaje, su mamá ya le había arreglado el pequeño bolso de género hecho con los restos de un viejo abrigo. Unas cuantas mudas de ropa, pantalones cortos, y mucha emoción eran parte de su equipaje. A las 08 de la mañana en punto pasó el viejo furgón blanco a buscarlo.

El furgón que el tío Gustavo usaba para los repartos del pan ahora era el transporte de toda la familia. En el vehículo iban sus primos. Agustín viajó con la tía Luisa porque su mamá estaba aún postrada en cama producto de una grave enfermedad. Subieron y se acomodaron entre las maletas y los bolsos que prácticamente salían por las ventanas.


Emprendieron el viaje, cruzaron la ciudad y poco a poco se fueron internando cuesta arriba hacia los agrestes parajes montañosos a los pies de la cordillera. Agustín iba pegado a una de las ventanas, sin hablar, solo miraba y miraba hacia esas cumbres nevadas pensando en que por fin podría saber de cerca que eran esas luces que desde el valle veía durante las noches, pero también pensaba en que - si tenía suerte - la inmensa luna llena que tanto le gustaba, podría tenerla más cerca. En su lógica de niño pensaba que si en la ciudad la luna se veía grande, mientras más alto estuviera en la montaña, mas inmensa la sentiría.


El trayecto se iba haciendo más lento a medida que el furgón subía las empinadas cuestas por el escarpado camino de tierra. El viaje, el pesado olor a bencina, los olores de sus primos que cada cierto tiempo dejaban escapar con sonoros ruidos, sumado al cansancio de no haber dormido, le pasaron la cuenta y cayó rendido en los brazos de su tía Luisa que hizo esfuerzos casi de contorsionista para poder acomodarlo en su regazo.


****************

- Agustín, despierta, ya llegamos Su prima Carolina era la que con gritos y zamarreos lo intentaba despertar.

Agustín se estiró como pudo en el pequeño espacio que quedaba dentro del vehículo, dio un bostezo que se interrumpió abruptamente cuando abrió sus pequeños ojos y sus largas pestañas y vio el más hermoso paisaje que un ser humano pueda recordar.


Algunos árboles, maitenes y boldos, rodeaban una pequeña cabaña de madera que estaba al final del corredor hecho con piedras. A ambos lados, izquierda y derecha, se alzaban grandes álamos. Agustín sentía como si hubiese estado antes en ese lugar. Era tal como se lo imaginaba, tal como lo había soñado tantas veces.


A un costado de la cabaña, a unos pocos metros, había una pequeña poza artificial con algunos patos nadando. Esa laguna, que en realidad era un simple hoyo en la tierra cordillerana llena de agua, se transformaría en el mejor balneario para capear el calor del verano en las siguientes semanas.


Los grandes, bajaron el equipaje. Maletas, bolsos, sabanas, frazadas, cajas con mercadería, con verduras y con todo lo necesario para pasar un mes de vacaciones sin tener que ir a comprar a la ciudad.


El sol ya se estaba ocultando, así es que mientras los adultos acomodaban las cosas y se distribuían las camas para organizarse, los niños recorrieron parte del entorno buscando palitos para encender el fuego de la cocina a leña.


La tía Maruja fue la primera en bajar y su inmediata acción fue llenar una gran tetera negra, con agua que bajaba desde una vertiente cordillerana y que hábilmente los trabajadores del tío Javier habían canalizado hasta un estanque en altura. El tío Gustavo después de bajar los equipajes, encendió el fuego con los palitos que los niños habían recolectado. A los pocos minutos todo el grupo de adultos estaba sentado alrededor de la mesa grande, mientras, en una mesa más pequeña estaban sentados los niños.

Carolina, Mario y Andrés, hijos del tío Gustavo y la tía Cristina, nietos de la tía Maruja y sobrinos nietos de la tía Luisa. En la otra esquina de la mesa de los niños estaba el pequeño Agustín, hijo de la tía Marta, hermana de la tía Luisa, que eran cuñadas de la tía Maruja.


Los grandes tomaron café y mate. Los niños té en bolsita que no era tan cargado decían, para que pudieran dormir.


Terminó la once, se acabó el tomate con queso de cabra y orégano y los niños a dormir. Carolina tenía 10 años igual que Agustín; Mario y Andrés eran gemelos y tenían 6 años.

Agustín estaba pleno, feliz y contento y así se fue a dormir.


****************


- Agustín, Agustín, despierta.-


Era carolina que le estaba susurrando al oído a su primo.


El sol estaba asomándose por la montaña y entraba suavemente por la ventana de la habitación. - Agustín, anoche me quedé despierta y escuché a los grandes que decían que más arriba está el “terreno”, que allí se juntaban unas personas y hacían unas cosas raras.


- Me dan miedo esas cosas Carolina, no sigas.


- Eres un cobarde. Mira, cuando los grandes se quedaron dormidos revisé la maleta de la tía Maruja y encontré esto, es como un juego antiguo,


- ¿Carolina, le robaste eso a la tía?


- No se lo robé, ella no sabe que se lo pedí prestado. Pero no importa, no se van a dar cuenta. Mira, tiene letras antiguas, números y dice SI y NO.


- ¿Y los dados para jugar?


- Parece que no usa dados porque una vez en el patio de la casa yo vi a la tía jugar con otras señoras. Se pone un vaso al revés y todos tienen que colocar sus dedos encima. Preguntaban cosas como “estas aquí”, “danos una señal” y el vaso se movía.


- ¿Se movía el vaso solo?... menos me interesa jugar.


- En la noche nos levantamos cuando estén durmiendo y vamos al terreno a jugar, ¿quieres?


- No – dijo Agustín. No me gustan esas cosas, me dan miedo.


- Bueno, yo voy a ir igual, cobarde.


La niña en la noche, tal como lo había prometido, salió escondida por la ventana y se fue por la parte de atrás de la casa en dirección al misterioso terreno, con la tabla de juegos bajo el brazo e iluminándose el camino con la luz de la luna llena.


La mañana pasó sin mayores problemas, los grandes seguían ordenando y sacando cosas de los bolsos y maletas. Nadie se había percatado de la ausencia de Carolina durante la noche.


- ¿Te pasó algo allá? Preguntó Agustín intrigado a su prima que no había hablado en toda la mañana.

- Nada – le respondió Carolina – Nada que los cobardes deban saber.

****************


Pasaron varios años y cada verano el viaje era infaltable al campo del tío Javier y en cada uno de ellos Carolina, como el primer día, casi como un ritual, pasada la medianoche, cuando todos dormían, se levantaba y caminaba sola hasta “el terreno”.


Ambos niños ya tenían 14 años y Agustín había aprendido durante todos los veranos en el campo del tío Javier a montar a caballo. Ya tenía el dominio de las riendas y la suficiente confianza como para cabalgar solo por la montaña. Aquel día por fin decidió vencer sus propios miedos y se adentró por lo que él pensaba era el largo camino hacia el “terreno”.


A estas alturas Agustín ya había escuchado y leído de una infinidad de historias cordilleranas, de leyendas, mitos y hasta de platillos voladores, así es que si encontraba algo, pensaba, sabría cómo enfrentarlo. Casi movido por la paranoia, llevó de todas maneras una pequeña biblia en su morral por si aparecían espíritus del mas allá, un puñado de sal para espantar a los brujos y hasta agua bendita que había sacado de una Iglesia antes de viajar al campo ese verano. Incluso llevó unos ajos y una estaca por si salían vampiros.


Así, aprovechando que todos habían ido en el furgón a los pozones del estero cercano, apretó las piernas al caballo montando a pelo y armándose de valor enfiló los pasos hacia “el terreno”. De niño pensaba que eran kilómetros de viaje, por eso además en el morral llevaba cuatro panes, un tomate, un tarro de jurel, una botella de jugo y sin que lo supieran – al menos eso él pensaba – un par de cigarrillos que le había sacado a hurtadillas al tío Gustavo.


Grande fue su sorpresa cuando a unos pocos metros, no más de 800, entre los arbustos, se encontró con el misterioso terreno. Claro, en su perspectiva de niño creía que la distancia era mucho más grande, pero no, el terreno había estado ahí, siempre tan cerca y tan lejos a la vez.

Era una especie de descampado al final de una loma, como del porte del círculo de una cancha de futbol, no había nada, solo tierra y piedrecillas. Parecía como si un gigante hubiese pasado un cuchillo y hubiera cortado el cerro. A parte de eso, no había nada extraño. Se bajó del caballo, abrió la botella y bebió un gran sorbo de agua. Se limpió los labios y se paró en el medio de “el terreno”. Giró en 360 grados sobre su propio cuerpo, observando cada centímetro del lugar, como esperando que apareciera alguna señal sobrenatural, pero nada, nada de nada.

Las aves cantaban igual, el caballo no estaba nervioso, el sol pegaba fuerte como cualquier día de verano en la montaña y nada. El “terreno” que por tantos años lo había mantenido en suspenso, asustado, no era más que un pedazo de tierra agreste en medio de un terreno que a esas alturas ya poco tenía de misterioso. Incluso se podía ver claramente desde allí la cabaña de madera. Ahí recién entendió por qué nadie se preocupaba de la ausencia de Carolina. El lugar estaba tan cerca que los adultos podían verla desde la casa cuando se escapaba a jugar a ese terreno.


Agustín volvió a montar al caballo y enfiló hacia los pozones donde estaba el resto de la familia. Allí pasó el resto de la tarde sin hacer mención que había pasado por el ya no tan misterioso terreno. Pero claro, en su interior se sentía decepcionado de no haber tenido ese “contacto” que por tantos años pensó, su prima le ocultaba.

Esa noche, al regresar de la tarde en los pozones y luego de haber guardado el caballo en el establo junto a los otros animales, algo ocurrió…


****************


- Agustín – le dijo Carolina – ¿Por qué fuiste al terreno? Ellos te vieron. No tenías que ir, por eso no los viste.


Agustín quedó petrificado. Nadie sabía que había ido al terreno. Era imposible que alguien hubiera sabido que había estado en ese lugar.


- ¿Cómo sabes que fui? – dijo Agustín - No importa cómo lo supe, pero si los quieres ver, me dijeron que vendrían, respondió Carolina riendo y burlándose del miedo de su primo.


Esa noche Agustín estaba durmiendo cuando escuchó sollozos. Abrió lentamente los ojos y era Carolina, sentada en la cama superior del camarote.


De pronto los sollozos se transformaron en llanto. Afuera la noche estaba estrellada, sin embargo, de un momento a otro todo se oscureció, entró una neblina de montaña tan espesa que no se veía nada. Las gallinas cacareaban en el corral, el caballo relinchaba, los perros aullaban y ladraban lastimosamente, incluso se escuchaban a lo lejos, a kilómetros de distancia, cómo otros perros respondían también con ladridos y aullidos tenebrosos.

En medio de ese macabro concierto de animales asustados dos pájaros intentaban entras volando por la ventana. Agustín casi por instinto cerró rápidamente la ventana y uno de los pájaros se estrelló fuertemente contra el vidrio, una y otra y otra vez, pero Agustín mantenía fuertemente cerrada la ventana. Carolina gritaba y balbuceaba entre sollozos…


- Perdón, perdón, no fue mi culpa, no fue mi culpa, repetía la niña entre sollozos y pánico.

Los gemelos despertaron gritando con rasguños en los brazos, los grandes también habían despertado con el alboroto y trataban de entrar por la puerta pero no podían. Misteriosamente la pesada cómoda de ropa se había inexplicablemente sola y estaba trabando la entrada.

-Que hiciste Carolina, que hiciste… te advertí que con eso no se juega.

– Suegra no haga eso que más asusta a los niños, decía la tía Cristina, mientras el tío Gustavo cargaba una escopeta y le disparaba a los pájaros por un costado de la cabaña.

- Yo pensé que era un juego tía, perdón, perdón, no quiero que me lleven, seguía sollozando Carolina.


Mientras uno de los pájaros seguía dándole picotones a la ventana que Agustín mantenía cerrada, el otro el otro intentó rodear la casa como buscando alguna parte por donde entrar y allí fue cuando el tío Gustavo disparó el escopetazo y le dio en una de las alas. Con el estruendo el pájaro de la ventana salió volando para perderse en la espesa niebla de la montaña, seguido por el otro plumífero que apenas podía mantener el vuelo. Justo en ese momento la tía Luisa logró abrir a empujones la puerta. Entró rápidamente y sacó primero a los gemelos y después a Agustín y Carolina.


El resto de la noche todos se quedaron en la pieza de la tía Maruja. Acomodaron los colchones y trataron de dormir. Había un silencio tenebroso. Nadie hablaba, nadie quiso comentar nada, solo el silencio de la noche de vez en cuando se rompía con los sollozos de Carolina. Afuera el caballo, los perros, las vacas, las ovejas y hasta el viento estaban en silencio, como expectantes a que volvieran a aparecer esos extraños pájaros.


A penas amaneció, apenas despuntó el alba, los grandes empezaron a cargar el furgón como pudieron. Las cajas, las maletas, los bolsos, todo el equipaje fue cayendo desordenado en la parte trasera y en la parrilla del techo.


Cuando iban saliendo, en el portón de entrada había una pareja, un hombre y una mujer, ambos vestidos de negro. Se acercaron al vehículo lentamente. La mujer tenía la nariz rota, como si hubiese recibido un fuerte golpe. Aún tenía restos de sangre seca en la parte superior de los labios. Ella miró fijamente a Agustín por la ventana trasera del furgón sin decir nada mientras el hombre, con uno de sus brazos vendados, le dijo a la tía Maruja.

- Por hoy escucharon sus rezos señora, pero no crea que esto ha terminado, todo a su tiempo.


Ese fue el último verano en la montaña. El misterioso tío Javier vendió el campo y nunca más se habló del incidente, hasta ahora. Fue como un pacto de familia, de esos que no se firman en papel, sino en la lealtad del corazón, de esos pactos de los que no se habla, solo se cumplen.

****************


Era un viernes, Agustín había decidido no salir esa noche después de una extensa jornada de trabajo en su consulta particular. Después de esa experiencia de niño, el joven había decidido ser Psicólogo para interiorizarse mas en el campo de la medicina mental y tratar los trastornos del sueño. Eran las 02:23 de la madrugada cuando Agustín despertó sobresaltado. La misma pesadilla que se había repetido una y otra vez por tantos años y que pensó había desaparecido, volvió nuevamente a apoderarse de él esa noche.


Los pájaros golpeando la ventana, la tía Maruja hablando en ese idioma extraño y Carolina llorando, los gemelos gritando y el tío Gustavo disparando mientras él toda la escena la veía como un espectador desde afuera de la cabaña. Era real, muy real. Casi podía percibir el olor nauseabundo que habían dejado los pájaros esa noche.


Así despertó súbitamente, exaltado, sudado. De un impulso se sentó en la cama. Camila, su pareja lo abrazó fuertemente.


- ¿Otra vez la misma pesadilla mi amor?


- Sí, respondió Agustín, pero ahora fue distinta


- ¿Distinta por qué?, preguntó Camila


- Porque ahora escuché una voz que me decía que ya era el tiempo.


- ¿Tiempo de qué amor?


- No lo sé Camila, no lo sé. Voy al baño.


Cuando Agustín se levantó y encendió la luz de la lámpara del velador, el dulce y angelical rostro de su novia literalmente se desfiguró. Agustín miró a su compañera y el pánico se apoderó de todos sus pensamientos y también de cada músculo de su cuerpo. El rostro de Camila era el mismo de la mujer del campo del tío Javier.

-Así es Agustín, llegó el tiempo de pagar tu deuda.

 
 
 

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