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El Narcisismo Mesiánico Como Proyecto Político. (Columna de Opinión)

  • Foto del escritor: Francisco Javier Ovalle Reinoso
    Francisco Javier Ovalle Reinoso
  • 1 dic.
  • 3 Min. de lectura

En cada ciclo electoral aparecen figuras que reconfiguran el mapa político, no por la profundidad de sus ideas, sino por la potencia de sus estilos. Hoy tenemos ese fenómeno a nivel nacional y también en términos locales, esas figuras que encarnan esa categoría: un liderazgo que se alimenta más de la percepción digital que de la presencia física, más del impacto emocional que del compromiso institucional. En tiempos de desafección política, esas figuras crecen como fenómeno, pero también como advertencia.


(Imagen creada con IA)
(Imagen creada con IA)

Muchos de estos candidatos proponen un relato centrado en sí mismos con un estilo político que se construye en torno a una identidad personal que se autoerige como “la alternativa”, casi como “el iluminado” o “el outsider definitivo” de la política, esos que se dicen independientes, y como lo he dicho en otra oportunidad, independientes ideológicamente falsos.


Este tipo de narrativa es atractiva para una ciudadanía cansada, pero es también el primer síntoma de un fenómeno preocupante: el candidato que confunde apoyo electoral con validación personal y que convierte su campaña en un espejo donde solo cabe su propio reflejo y su propio ego.


El narcisismo político no es nuevo, pero en estos personajes adquieren una forma particular. La comunicación ambigua sobre la idea de que se es indispensable, que su mirada es la única realmente lúcida y que las estructuras tradicionales —los partidos, el Congreso, los propios parámetros de la vida pública— son obstáculos menores frente a su visión. Esta forma de liderazgo personalista suele disfrazarse de “rebeldía antisistema”, pero en realidad concentra el poder simbólico en un solo individuo y desplaza la deliberación democrática hacia un terreno emocionalmente volátil.


La reciente instrucción del Partido de la Gente de llamar a votar nulo en la segunda vuelta presidencial —basada supuestamente en una encuesta digital cuyas cifras, metodología y participación real no han sido entregadas con transparencia— es un ejemplo nítido de ese estilo. No se trata solo de una decisión política cuestionable, sino de una demostración del control emocional y mediático que ejercen algunas figuras sobre su propio movimiento.


La apelación al “mandato digital” opera como un mecanismo de validación simbólica: una encuesta sin datos oficiales se presenta como voluntad popular, reforzando la lógica del líder que invoca apoyo sin mostrar evidencias. Este tipo de prácticas no solo empobrece el debate democrático, sino que instala una peligrosa normalización de decisiones políticas apoyadas más en percepciones inducidas que en procesos verificables. Es casi como si se tratara de un llamado mesiánico sustentado solamente en la Fe.


El riesgo es evidente: un liderazgo que se construye únicamente en el plano digital carece de los contrapesos propios de la vida democrática. Nadie fiscaliza al influencer político que habla desde las redes sociales.

 

La influencia que ejercen estos personajes sobre parte del electorado muestra una fractura generacional y emocional. Muchos de quienes los siguen ven en ellos una suerte de Prometeo moderno que promete “decir la verdad cruda” frente a una elite que no escuchó a tiempo. Sin embargo, detrás de ese discurso de salvación personal se esconde un rasgo inquietante: la política como prolongación del ego del candidato. Cuando un líder se presenta como el único capaz de interpretar la realidad, la crítica se vuelve traición y la diversidad de opiniones, una amenaza.



(Imagen creada con IA)
(Imagen creada con IA)

Chile ha experimentado en la última década cómo líderes con discursos polarizantes pueden tensionar las instituciones y profundizar las divisiones internas. Un candidato que construye su identidad en torno a sí mismo, no en torno a un proyecto colectivo, corre el riesgo de convertir al país en un escenario emocional antes que en una comunidad política. Y un país gobernado desde la necesidad de validación permanente se vuelve vulnerable.


En tiempos de incertidumbre, Chile necesita liderazgos capaces de construir comunidad, no de consumirla y aquí es donde estas figuras políticas pueden seguir influyendo, pueden seguir seduciendo, pueden seguir captando votos desde la distancia, pero ello no debe impedir un análisis honesto: cuando la política gira en torno a una sola persona —a su ego, a su narrativa, siempre se abre un espacio para el riesgo. Y ese riesgo, hoy más que nunca, merece ser advertido.


Estos personajes no son un síntoma ni una anomalía. Son el reflejo de una sociedad desencantada que busca respuestas rápidas y figuras fuertes, aunque estas se alimenten más del aplauso que de la responsabilidad. El problema es que la democracia no sobrevive en manos de liderazgos narcisistas.


La democracia exige presencia, diálogo y la capacidad de entender que nadie es más grande que el cargo que aspira a ocupar.

 
 
 

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